«Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre…»
Hay dos especies de martirio: uno manifiesto, otro secreto; uno visible, otro escondido; uno en la carne, otro en el corazón. (…) El martirio del corazón sobrepasa el tormento de la carne.
La gloriosa Virgen ha triunfado en este género de sufrimiento. Es gloriosa porque, permaneciendo próxima a la cruz adorable de la pasión del Señor, ella bebió al cáliz de la pasión y, empapada por el torrente del dolor, pudo endurar una pena sin igual. Corrió en el seguimiento de Jesús, no sólo en la suavidad de su perfume, sino también en la abundancia de sus dolores. No sólo en la alegría de la consolación, sino también en el desborde del sufrimiento. Madre, ella veía a su Hijo, verdadero Salomón, portando la diadema con la que había sido coronada. Y coronada con una corona de aflicción, fue en su seguimiento.
Estaba junto a la cruz contemplando (…) la tierna cabeza de su Hijo, ungida con un aceite de preferencia al de sus compañeros, golpeado con una caña y coronado de espinas. Veía al más hermoso de los hijos de hombres, que no tenía ya ni brillo ni belleza. Veía despreciado y puesto en el último lugar al que es exaltado más alto que todos los pueblos. Veía al Santo de santos crucificado con los impíos. Veía bajarse los ojos de este hombre sublime e inclinarse hacia la espalda la cabeza del que sostiene al universo. Veía marchitarse la serenísima faz de Dios y desaparecer la belleza de su rostro.
San Amadeo de Lausanne. Homilía mariana V (SC 72, Huit homélies mariales, Cerf, 1960)