Siempre me ha inquietado la facilidad que tienen algunas personas, de señalar con el dedo y etiquetar sin misericordia a sus semejantes con la condición de pecadores. Todos, en alguna medida, somos pecadores. Estamos cargados de miseria y tropezamos a menudo arrastrándonos por el fango de la debilidad. ¿Por qué condenamos con tanta facilidad? ¿Quién nos ha erigido jueces de conductas ajenas?
Los pecadores encontraron acogida incondicional en Jesús. Ni les rechazó y, por supuesto, que se acercó a ellos para liberarles de su debilidad y perdonarles todas sus culpas. Podemos afirmar sin temor, que tuvo especial cuidado en tratarlos con cariño, dándoles un sitio privilegiado en su reino.
Jesús conocía la verdad profunda del ser humano. Sabía muy bien la historia de cada uno. Y, desde luego, que estaba al tanto de los profundos motivos que había en el corazón. Para él, tenían muy poca importancia las apariencias. Fue suave con la Samaritana, compasivo con María Magdalena, amistoso con el ladrón que estaba a su izquierda en el Calvario, pero se mostró implacable con los sacerdotes, duro con los escribas y crítico con los fariseos.
Jesús rachaza el pecado, pero jamás al pecador. Entiende nuestra debilidad, pero se siente dolido con la perniciosa farsa de una religiosidad aparente o de una santidad amanerada que carece de pureza interior. Quien reconoce su pecado, y desea salir de él, para acercarse más a Dios, recibirá raudales de perdón y misericordia.
Vivimos tiempos de misericordia. Se han abierto de par en par las puertas de la reconciliación. Los rayos de la justicia divina se han transformado en bellos efluvios de bonanza provocados por el arco iris de la acogida y del amor misericordioso de nuestro buen Dios. Pasada la tempestad y atemperados los rigores del diluvio de la maldad, llegan tiempos de paz interior motivados por la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas.
La vertiente de un pastor solícito, cargando sobre sus hombros la oveja perdida, me sugiere la enorme responsabilidad de los servidores del reino que tienen que estar siempre dispuestos a acudir con presteza en busca de la oveja perdida. Demasiadas veces practicamos una religiosidad egoísta, centrándonos en nuestros personales intereses, y dejando de salir al encuentro de los que necesitan nuestra ayuda.
Es hora de espabilarnos y convertirnos en apóstoles, predicando, dando testimonio, brindado ayuda, curando, imponiendo las manos, intercediendo ante Dios por las personas que se nos han encomendado.