Reflexión sobre el Evangelio de Hoy (Juan 5;1-6)

Los milagros de Cristo simbolizan las diferentes circunstancias de nuestra salvación eterna…; esta piscina es símbolo del don precioso que nos hace el Verbo del Señor. En pocas palabras: esta agua es símbolo del pueblo judío; los cinco pórticos, son símbolo de la Ley, escrita por Moisés, en cinco libros. Esta agua, pues, estaba rodeada por cinco pórticos, como el pueblo lo estaba por la Ley. El agua que se agitaba y removía, es la Pasión sufrida por el Salvador en medio de este pueblo. El que bajaba hasta el agua era curado, pero solamente uno, siendo así figura de la unidad. Los que no pueden soportar que nadie les hable de la Pasión de Cristo, son unos orgullosos; no quieren descender hasta el agua, y por eso no se curan. Así dice el hombre altanero: “¿Cómo puedo creer que un Dios se ha encarnado, que un Dios ha nacido de una mujer, que un Dios ha sido crucificado, flagelado, cubierto de llagas, que ha muerto y ha sido sepultado? No; jamás podré yo creer en estas humillaciones de un Dios; son indignas de él”.

Dejad hablar a vuestro corazón, mejor que a vuestra cabeza. Si las humillaciones de un Dios parecen indignas a los arrogantes, es porque están muy lejos de sanarse. Guardaos, pues, de este orgullo; si deseáis ser curados, aceptad bajar hasta el agua. Tendríais razón de alarmaros si se os dijera que Cristo ha sufrido algún cambio al encarnarse. Pero no… vuestro Dios permanece igual al que era, no temáis; no muere y os priva a vosotros mismos de morir. Sí, permanece lo que es; nace de una mujer, pero según la carne… Es en tanto que hombre que ha sido prendido, atado, flagelado, cubierto de ultrajes y al fin crucificado y muerto. ¿Por qué os asustáis? El Verbo del Señor permanece eternamente. Quien rechaza las humillaciones de un Dios, no quiere ser curado de la hinchazón mortal de su orgullo.

Nuestro Señor Jesucristo, pues, ha devuelto, por su encarnación, la esperanza a nuestra carne. Ha tomado para él los frutos demasiado conocidos y tan comunes a esta tierra, como son el nacimiento y la muerte. Efectivamente, el nacimiento y la muerte son bienes que la tierra poseía en abundancia; pero no eran propios de ésta ni la resurrección ni la vida eterna. Él ha encontrado aquí los malditos frutos de esta ingrata tierra, y nos ha dejado, en intercambio, los bienes de su reino celestial.
San Agustín. Homilía 124

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