Si basta con ver a dos o tres reunidos en tu nombre aquí abajo para verte, a ti, en medio de ellos (Mt 18,20)…, ¿qué decir sobre el lugar donde has reunido a todos los santos que » sellaron tu Alianza con sus sacrificios » y que llegaron a ser «como el cielo que proclama tu justicia»? (Sal. 49,5-6).
Tu discípulo amado no fue el único en encontrar el camino que lleva a los cielos; no sólo a él se le mostró una puerta abierta en el cielo (Ap 4,1). En efecto, lo dijiste a todos con tu propia boca: «yo soy la puerta. Si alguien entra por mí, se salvará» (Jn 10,9). Tú eres pues la puerta, y, según lo que añades después, abres a todos los que quieren entrar. ¿Pero para qué nos sirve ver una puerta abierta en el cielo, nosotros que estamos sobre la tierra, si no tenemos el medio para subir allá? San Pablo nos da la respuesta: «el que subió, es el mismo que bajó»(Ef 4,9). ¿Quién es? El Amor.
En efecto, Señor, es el amor que, de nuestros corazones, sube hacia ti porque es el amor que, de ti, descendió hasta nosotros. Porque nos amaste, descendiste hacia nosotros; amándote, podremos subir hasta ti. Tú que dijiste: «yo soy la puerta», ¡en tu nombre, por favor, ábrete delante de nosotros! Entonces veremos claramente de qué morada eres la puerta, y cuando y a quien abres.
Guillermo de San Teodorico. Oraciones Meditadas