Viernes 30 de Diciembre 2011
La Sagrada Familia: Jesús, María y José – Fiesta
Libro de Eclesiástico 3,2-6.12-14.
Porque el Señor quiere que el padre sea respetado por sus hijos y confirmó el derecho de la madre sobre ellos.
El que honra a su padre expía sus pecados
y el que respeta a su madre es como quien acumula un tesoro.
El que honra a su padre encontrará alegría en sus hijos y cuando ore, será escuchado.
El que respeta a su padre tendrá larga vida y el que obedece al Señor da tranquilidad a su madre.
Hijo mío, socorre a tu padre en su vejez y no le causes tristeza mientras viva.
Aunque pierda su lucidez, sé indulgente con él; no lo desprecies, tú que estás en pleno vigor.
La ayuda prestada a un padre no caerá en el olvido y te servirá de reparación por tus pecados.
Salmo 128(127),1-2.3.4-5.
Canto de peregrinación.
¡Feliz el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás feliz y todo te irá bien.
Tu esposa será como una vid fecunda
en el seno de tu hogar;
tus hijos, como retoños de olivo
alrededor de tu mesa.
¡Así será bendecido
el hombre que teme al Señor!
¡Que el Señor te bendiga desde Sión
todos los días de tu vida:
que contemples la paz de Jerusalén
Evangelio según San Lucas 2,22-40.
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,
como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor.
También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él
y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley,
Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido,
porque mis ojos han visto la salvación
que preparaste delante de todos los pueblos:
luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción,
y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.