Dios, por su bondad, no abandonó a la creatura y, como lo he repetido tantas veces, se volvió hacia ella y lo llamó nuevamente: «Venid a mi todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Es decir: «Estáis fatigados, no sois felices. Habéis experimentado el daño que produjo vuestra desobediencia. Ahora convertíos; reconoced vuestra impotencia y vuestra confusión para alcanzar la paz y la gloria. Ahora vivid por la humildad ya que habéis muerto por el orgullo»…
¡Oh, hermanos míos, qué no ha hecho el orgullo! y ¡qué poder posee la humildad! ¿Había necesidad de tantas idas y venidas? Si desde el principio el hombre hubiese sido humilde y obedecido a los mandamientos, no hubiese caído. Y después de su falta Dios le volvió a dar una ocasión para arrepentirse y así alcanzar misericordia. Pero el hombre mantuvo la cabeza erguida. En efecto, Dios se acercó para decirle: «¿Dónde estás, Adán?» (Gn 3, 9) es decir: «¿De qué gloria has caído? ¿En qué miseria?». Y después le preguntó: «¿Por qué has pecado? ¿Por qué has desobedecido?», y buscando con ello que el hombre le dijera: «¡Perdóname!»… Pero, ¿dónde está ese «perdóname»? No hubo ni humillación, ni arrepentimientos sino todo lo contrario. El hombre le respondió: «La mujer que Tú me has dado me engañó» (Gn 3, 12). No dijo: «mi mujer», sino: «La mujer que Tú me has dado», como si dijera: «la carga que Tú me has puesto sobre mi cabeza».
Así es, hermanos, cuando el hombre no acostumbra a echarse la culpa a sí mismo, no teme ni siquiera acusar al mismo Dios.
Entonces Dios se dirigió a la mujer y le dijo: «¿Por qué no has guardado lo que te había mandado?», como queriendo decirle: «Al menos tú di ¡perdóname!, y así tu alma se humille y alcance misericordia». Pero tampoco recibió el «perdóname». La mujer por su parte le respondió: «La serpiente me ha engañado» (Gn 3, 13), como queriendo decir: «Si él ha pecado ¿por qué voy a ser yo la culpable?»…
¡Qué hacen, desdichados! ¡Al menos pidan disculpa! Reconozcan su pecado. ¡Tengan compasión de su desnudez! Pero ninguno de los dos se quiso acusar, y ni uno ni otro mostró el menor signo de humildad.
Doroteo de Gaza (v. 500-?), monje de Palestina